Puntuales en tiempo, me dejé esperar esta entrada hasta el mes donde, más allá del ruido (comercial), deberían abundar las cosas invisibles, esas que nos hacen cosquillas cuando no lo esperamos y dibujan sonrisas sin lógica ante la inocencia de la memoria. Esas que no saben de tiempo y nos marcan para siempre, como las historias de Austen y Longarela.
Llegadas a mí, una como ruta marcada (orgullo y prejuicio) y otra como brisa primaveral antes de tiempo (el color de las cosas invisibles).
Me encontraron cuando estaba embarcada en la lectura de clásicos, envuelta en ola de autoras y sus cantos a contraluz en épocas distantes. Así, leí Cumbres Borrascosas y Frankenstein, así llegué a Austen y sus queridos Darcy y Elizabeth.
Perdiéndome en un amor de época, vivido y real, que enmarca los matices del orgullo, las heridas hechas por prejuicios y las exigencias ante el comportamiento de una mujer según la sociedad. De esas historias, donde puedes percibir el canto rebelde de la autora a través de su protagonista, cosa que ame.
Mujeres (im)perfectas que no solo dibujan historias de romance, sino de amor propio.
Fue hacia el final del 2023, luego del viaje que significo darle vida a mi poemario, de encontrarme de frente una y otra vez con heridas, cicatrices y saltos entre la relación que llevaba conmigo misma, que me vi urgida por algo fresco.
Necesitaba sorprenderme y maravillarme como la inocencia de las primeras veces.
Así llegué a Andrea Longarela y el color de las cosas invisibles. Un descubrimiento que se quedó conmigo, anhelando más historias de esta autora. De manera fresca, juvenil, con la cantidad justa de tormentas dentro de la relación de sus protagonistas, me trajo esa ligereza y espacio para engancharme desde el principio hasta el final.
Para sacudirme la exigencia que había supuesto darle vida al poemario y hacer que sucediera. Para verme despegada lo justo y abrazarme a través de él, como nunca antes. Porque ya no era la misma, porque mi lenguaje de amor hacia mí fue cambiando a lo largo de este proceso, porque había empezado a ver mis propias cosas invisibles, llenándome de colores inmensos, dentro de la relación que ahora llevaba conmigo.
No suelo escoger romance como género habitual y, sin embargo…
Me encanta descubrir historias de amor ocultas entre otras. Esas que se tejen con tal delicadeza y profundidad que me hacen imposible no hablar de amor.
Claro que, cada cierto tiempo se me hace necesario, perderme en algo de romance tangible, “rosa”, delicado, sentido. Eso me pasó con estas historias, trayendo ese aire de “Yo antes de ti” y “One Day”, por los matices y la evolución de los personajes desde el hoy.
Llenos de orgullo, de pasado y hasta temor ante lo que sentían, los personajes tienden a sabotearse en el estar juntos. Lo que nos hace anhelar a través de las páginas el reencuentro, las palabras justas y los “te amo” descritos en diálogos de forma invisible.
"Los pequeños infinitos siempre quedarán en la piel"
Está de más decir que me enamoré de la pluma de Longarela desde las primeras páginas, me hizo sentir movimiento y las maravillas de bailar al compás de un amor atravesado. Lleno de posibilidades y a la vez truncado por decisiones y etapas.
Lo que de alguna manera hace tangible más que el amor, los retos de cualquier vínculo. La responsabilidad de parte y parte ante ellos.
No es secreto, más de una vez, las relaciones (de todo tipo) nos suceden a destiempo. Evitando que podamos hacerlas perdurables, pues desde el comienzo tienen fecha de caducidad.
Llevándonos a saltar a trompicones entre ese pequeño infinito construido y la necesidad inminente de soltarse la mano, porque el camino compartido llegó a su fin.
Pasa en el amor, en la amistad y hasta en las relaciones laborales. Pasa por decisiones propias o ajenas, por orgullo o miedo, por elección de vida o destino. Provocando que se formen esas “cápsulas de tiempo” en nosotros, que solemos conservar. Esas historias transitadas, efímeras, temporales y a la vez vividas en nuestra piel.
Claro que, existe una magia dentro de este tipo de historias
Historias que nos hacen creer que todo es posible. Algo como una inocencia que nos muestra vidas y formas, haciendo que lo efímero, se vuelva una cosa de tiempo.
Tal cual como la casa del lago (otra de mis historias favoritas de la vida), tal cual como el “baile” de Elizabeth y Darcy en Orgullo y Prejuicio, tal cual como Rain y Jack en el color de las cosas invisibles.
Destinos entremezclados, que no terminan de soltarse del todo y que a su vez necesitan de esos vacíos en sus historias. Para ser quienes realmente tienen que ser y así lograr al menos una posibilidad real de estar juntos.
No antes, no después…
Lo que me devuelve a esa última escena de Longarela en el color de las cosas invisibles, donde me sentí al borde del llanto porque lo vi, vi el viaje y rastro dejado por la autora a lo largo del libro, vi la promesa y el tiempo justo para cumplirla.
Me hizo sentir y recordar la magia de las novelas románticas, llenas de baches, inmadurez y momentos que marcan. Un libro que aunque lo leí en digital, sin duda tendría en físico. Porque me dejo cosas invisibles que no alcanzo a vislumbrar por completo, hasta que me van sorprendiendo de repente y sin aviso y eso, es hermoso.
La inocencia en el amor, no es cosas de edades, también puede ser reflejo del pasado
Por repetición o enseñanza, por cultura u origen, nuestros conceptos de amor se verán siempre influenciados. A medida que crecemos y vivimos, actuamos con esta base hasta despegarnos lo justo para crear nuestras propias formas, vislumbrar nuestros propios colores.
Sin embargo, esto no es sencillo, más de una vez quedamos emboscados ante reacciones que no son nuestras, sino que terminan siendo la respuesta automática. Como nos hemos acostumbrado a reaccionar ante nuestro entorno.
Por eso es tan maravilloso ver como Jane Austen nos deja en orgullo y prejuicio una historia que va más allá del amor.
Relatando el pensamiento liberal de un personaje femenino, fuerte y decidido a tomar decisiones por quién es y no por quién debería ser. Una trama atrapante que no decepciona y que sabe prescindir del orgullo y el prejuicio en el momento justo. Llena de ese romanticismo de época que nos hace amar la evolución de los personajes y su formalismo.
El cine y la literatura como amantes, enemigos, complementos
Leer sobre Darcy y Elizabeth y no imaginar a Keira Knightley y Matthew Macfadyen, es imposible. Se metieron en la piel de los personajes hasta jugar entre quien leyó esta obra y quien se permitió ver su adaptación.
De esos temas donde no hay respuestas ganadoras, porque como lectores tenemos un alto estándar en cuanto a las adaptaciones. Llevándonos a tener siempre algo para decir o esperar, lo que a veces nos juega en contra con respecto al mismo disfrute de la producción.
Pero como en el amor, cada cosa tiene su tiempo y espacio, gustos y colores, hay cosas que funcionan y otras que no. El reto está en que este hecho no impida la apreciación justa y complementaria que nos aporta. Así como, los regalos que nos deja el camino transitado (leído o visto), como parte de un todo, la historia.
Sin mencionar que desde el otro lado, saber mover las piezas como artistas (escritores o cineastas) para maximizar el impacto, sentir y vida de la obra, es maravilloso.
¿No crees?